martes, 5 de marzo de 2024

La mano de Kapuscinski

El periodista de la observación: Ryszard Kapuscinski, una especie en extinción. Es considerado el mejor reportero del siglo XX. Gastó 40, de sus 70 años, cubriendo las informaciones en países de África, Asia y América Latina. Es militante del periodismo vivencial, considera que no se puede escribir sobre un país o una cultura sin antes haberse involucrado. Autor de alrededor de 20 libros, varios de ellos traducidos a 20 idiomas. Es imposible entender África sin leer Ébano, una de sus obras maestras. El periodista desnuda para Domingo su método de trabajo y sus conceptos.



Guimer M. Zambrana Salas

¿Cuántas entrevistas hizo Kapuscinski? La pregunta era obvia. Un reportero que se metió en todos los recovecos del planeta debió haber registrado en su cinta magnetofónica las voces de negros y blancos; en francés, español o en cualquiera de los cientos de idiomas africanos; en El Salvador o en Tanganica. “Ninguna”, respondió a secas. Y es que no se la contaron. Ryszard Kapuscinski tiene alrededor de 20 libros escritos, varios de ellos traducidos a 20 idiomas, fruto de 40 años de trabajo periodístico. Cada una de esas páginas vivida intensamente por el periodista. 

“El sol zumbaba en mi cabeza. Encendí un cigarrillo para vencer el sueño. No me gustó su sabor. Quería apagarlo y cuando mecánicamente seguí con la vista mi mano dirigiéndose hacia el suelo, vi que estaba a punto de apagarlo en la cabeza de una serpiente que se había aposentado debajo del camastro. “Me quedé helado. Petrificado hasta tal punto, que, en lugar de retirar a toda prisa la mano con el cigarrillo humeante, la seguía sosteniendo encima de la cabeza del bicho. Al final, sin embargo, me di cuenta de la situación: un mortífero reptil me había hecho su prisionero...” (Ébano, Anagrama, 2001).

“Jamás en mi vida he entrevistado a alguien, no conozco este género”, confiesa Kapuscinski, para reivindicar la validez de su método: la observación. El trabajo de este periodista polaco es fruto de su desprecio al periodismo declarativo, a ése que se queda en lo que dijo o no dijo. Hacia ese periodismo que otorga mayor importancia a lo que declare el señor ministro, mientras la mayoría de la población se debate en el hambre. Sí, hacia el periodismo nuestro de cada día. Él cree que incluso por tomar apuntes uno pierde la riqueza de la relación humana. “Mi trabajo viene de la observación de los comportamientos de la gente, su conducta, sus ojos, la expresión de su rostro”, justifica. La memoria es su principal arma. Se confiesa discípulo del ruso Gorky, quien decía que con el paso del tiempo, la mente retiene únicamente lo que considera importante.

Y no escribe anecdotarios. Sus libros son tan profundos que son considerados verdaderos tratados de antropología, por su profundidad; sin por ello perder su esencia de pieza literaria, por la riqueza del relato. Es imposible entender el África de hoy sin recurrir a Ébano, el libro en el que se resume el proceso de descolonización de ese continente. El Emperador (Anagrama, 1997) es el texto de cabecera de decenas de ejecutivos de empresas transnacionales, quienes lo utilizan para entender la estructura del poder. El Imperio muestra el desmoronamiento de la Unión Soviética, experiencia que Kapuscinski vivió de cerca, es polaco de nacimiento. Todos sus libros son contados desde la vivencia de la gente, desde la experiencia cotidiana. Y en medio de la población, el periodista. Viviendo las mismas penurias de las víctimas, de quienes pagan la factura del proceso.

El reportero era un lunar en los barrios africanos en pleno proceso de descolonización, cuando los europeos eran verdaderos “blancos” de ese duro y muchas veces violento episodio. “Sin embargo, me mostré testarudo. Decidido, prestaba oídos sordos a todas aquellas advertencias. Tal vez, en parte, porque me irritaban aquellas personas que al llegar a África se instalaban en la ‘pequeña Europa’ o en la ‘pequeña América’ (es decir en hoteles de lujo) y al regresar a sus países presumían de haber vivido en África, a la cual no habían visto en absoluto”, relata en Ébano. La osadía de Kapuscinski tuvo una dura factura. Fue atacado por la malaria cerebral y la tuberculosis, males que curó en un hospital público, sin que se enteraran nunca sus jefes de la Agencia de Noticias Polaca, por temor a que ordenaran su retorno inmediato a su país de origen. Él considera que el periodista no puede escribir sobre algo que no ha vivido, que sería una falta de respeto relatar sobre culturas y países distintos sin haberse sumergido en ese mundo.

“¿Es válido mentir?”, le preguntó una de las participantes en una de las conferencias que dio en Buenos Aires, Argentina, cuando Ryszard dijo que era importante mostrarse satisfecho con la comida que te invitaba la gente, así el sabor no sea de tu agrado. “La mentira es útil muchas veces para un periodista”, respondió. De lo que se trata es de crear vínculos de confianza que, más tarde, te permitan entrar a la vida de las personas, a ese mundo íntimo que tienen los pueblos y que se restringen cuando irrumpe algún invasor. “Si establecemos relaciones humanas muy ricas con el otro, ésa es la riqueza de nuestro material”. “Nunca escribo un libro si no estoy empapado con un tema, necesito de cuatro a cinco años y a veces hasta 20”, insiste.

La vida de Kapuscinski en países de África, Asia y América Latina fue de reportería durante las 24 horas del día. Cuenta que durante meses perdía el contacto con su familia, en Polonia, pues estaba avocado a su trabajo. Día a día, durante 40 años se ganó la vida enviando notas de prensa escuetas, sucintas, actuales, a su agencia de prensa. Informativas pues. Muy temprano se cercioró de que le era insuficiente. Que los cinco o seis párrafos alcanzaban para explicar lo que había pasado en el día, pero no el porqué y el para qué de los hechos.

La guerra del fútbol, una recopilación de sus notas como corresponsal, es su primer intento de llegar al libro. No le gustó la mera selección de textos publicados, razón por la que se propuso inventar algo nuevo, que explicara los hechos y sus razones. “Me daba cuenta de que la noticia de coyuntura era muy pobre, me sentía insatisfecho de lo que escribía para la agencia”. Todo cambió cuando le pidieron hacer una compilación de las notas que había enviado a Polonia. Se dio cuenta de que ese material podía ser enriquecido con toda la experiencia que había recogido en el lugar donde ocurrieron las noticias y con lo que otros investigadores habían investigado y escrito. “En realidad, todos mis libros son el segundo tomo. El primero está en los archivos de los periódicos”, insiste. Kapuscinski recomienda trabajar de forma paralela. Con noticias diarias para el medio del que se vive y una labor más profunda con el objetivo de una publicación atemporal, en la que el periodista satisfaga su instinto investigador. Una vez acumulado su material, se mete en la biblioteca en busca de la información de contexto, aquélla que ayude a explicar la forma en que se comporta la gente.

“Escribir es sobre todo leer”, afirma y hasta tiene parámetros. Dice que por cada página que se escribe es necesario leer al menos 10. Para lograr Ébano, el periodista polaco tuvo que revisar 200 libros, que le ayudaron a explicar alrededor de 20 años de vida entre los africanos. Kapuscinski dice que es imperdonable que el autor no conozca algún aspecto que atinge al tema sobre el cual está escribiendo. “Te pueden decir, yo he leído esto sobre lo que has escrito. Tú no puedes decir que no sabías, tienes que haberlo leído y explicar que no pusiste porque no lo creíste necesario. Si no lo has leído no eres un buen periodista”. La industria editorial produce a diario miles de títulos en todo el planeta. El desafío de Kapuscinski es el de entregar al lector un libro diferente, que se fundamente por sí mismo, sin perder su riqueza literaria. “El valor del texto es el valor de la ciencia que en este texto se encuentre”, fundamenta, para insistir en que el periodismo exige lectura y estudio permanentes. 

Mas los textos de Kapuscinski tienen una impresionante riqueza literaria. Son de esos relatos que se comienza a leer y no se quiere soltar nunca. “Como el jeep está descubierto, el conductor, el tirador y el radiotelegrafista, para protegerse del polvo, llevan gafas negras de motorista, que el ala del casco oculta en parte. Así que no se les ve los ojos, y sus rostros de ébano, cubiertos por una barba de días, carecen de expresión alguna” (El Emperador, Anagrama 1997) Para escribir ese libro que describe la monarquía etíope de Haile Selassie Kapuscinski estudió el lenguaje que se utilizaba en los siglos 16 y 17. Su objetivo: mostrar la caducidad del régimen, lo arcaico del sistema en tiempos de modernidad.

Ryszard recomienda leer mucha poesía para mejorar el relato, la escritura, pues considera que los poetas son los únicos que se ocupan de enriquecer el lenguaje. “Si se quiere escribir bien, hay que leer constantemente poesía, hay que mantener ese vínculo, es la única manera de tener belleza, riqueza, frescura”.

Kapuscinski tiene en la actualidad 70 años, cuarenta de los cuales vivió como corresponsal en el extranjero. Estaba en África, Asia o América Latina, y el menor tiempo posible en su natal Polonia. Hace cinco años que ha dejado el periodismo activo, pero no puede con su carácter de ciudadano del planeta. Sigue recorriendo el mundo, contando su experiencia en todos los rincones, gracias a los seis idiomas en los que se comunica. Estuvo a principios de octubre en Argentina y tenía listo un viaje a Brasil. De ahí volvería a Polonia para luego ir a algún rincón de África. Se resiste a tener correo electrónico porque prefiere el calor de una carta o escuchar la voz del otro a través del auricular. Las dos decenas de libros que tiene sobre sus espaldas fueron escritos con su puño y letra, y no a través del frío teclado de una computadora. Cada página salió de la mano de Kapuscinski.

Revista Domingo, La Prensa, Noviembre de 2002

viernes, 23 de febrero de 2024

El grito del Mimo Calizaya

 

El Mimo Calizaya en una de sus perfomances habituales (Foto: David Flores - APG)

Guimer Zambrana Salas

El silencio grita. El Mimo Calizaya lo demuestra a diario en las calles de las ciudades del país, en las que es imposible que pase inadvertido, pese a que no realiza ningún movimiento o, peor aún, emite sonido alguno.

Pero llamar la atención quedándose estático y sin producir ruido es más difícil que moverse y gritar en vía pública. Requiere de gran entrenamiento, tanto físico como mental. Wálter Calizaya lo logra gracias a su formación en una escuela de teatro de Francia y a su vasta experiencia en las calles de varias ciudades del continente.

Encontró su vocación cuando iba camino al púlpito. Su madre, una tarabuqueña especialista en el arte culinario, lo internó en un colegio de curas, cuando emigró a España, confiada en que él vestiría sotanas. En lugar de emparentarse con la Biblia, lo hizo con el teatro, durante las horas dedicadas a la expansión espiritual.

No fue del agrado de sus superiores el hecho de que cantara y bailara mientras lavaba, barría y trabajaba en la granja del internado. Semejante osadía le costó penitencias en repetidas ocasiones.

Wálter estaba a punto de ofrecer sus votos perpetuos, vestía ya una sotana y hasta tenía rapada parte de la nuca. Los responsables del convento decidieron darle una pequeña vacación para que asuma la decisión definitiva.

El choque que sufrió al toparse con la realidad de la calle estuvo a punto de condenarlo a pasar sus días detrás de un altar, pero una escuela de teatro se interpuso en el camino. “Me aceptaron como oyente durante una semana, desde entonces nunca más quise ver una sotana”, afirma.

Su madre se llevó la gran decepción al conocer la determinación de su hijo, pero no tuvo otra alternativa que financiar sus estudios en un instituto que aún funciona en la capital francesa. “Mi maestro fue Etienne Decroux y tuve de compañeros a varios actores que hoy son conocidos en Francia y Europa, como Jean Lois Barrault”, rememora.

Calizaya había comenzado a echar raíces en territorio francés, pues se había casado y tenía una hija. Temporalmente dejó el teatro y se dedicó a trabajar en la fábrica de perfumes de propiedad de su esposa. “Pero el arte es un problema hormonal”, justifica, antes de comentar que decidió dejarlo todo y volver a América Latina junto con su madre.

Fue en Venezuela donde sufrió el dolor más grande de su vida. Estaba de gira con el grupo al que pertenecía cuando le llegó el telegrama de la muerte: su madre había sufrido un accidente de tránsito en Caracas.

La pérdida del único ser filial que le quedaba lo empujo al peregrinaje, a pararse en las calles de las ciudades latinoamericanas buscando el rostro de alguien que se parezca a la persona que le dio la vida. “Dicen que hay dobles, ¿no?”. Fue entonces que comenzó a salir el mimo que llevaba dentro, a aprender el arte de dominar a las personas con el silencio y la inmovilidad.

Fue precisamente el recuerdo de su madre el que lo trajo a Bolivia. Le hablaba con tanto cariño del país, que decidió retornar a territorio nacional. Corrían los convulsionados años 70, en los que la democracia hacía lo posible para meterse por los escasos resquicios que dejaban las dictaduras militares.

Calizaya no fue ajeno a los sobresaltos que provocaban las aventuras castrenses. Salía de Canal 7 cuando fue sorprendido por la asonada golpista de Alberto Natusch. Su amigo, que también dejaba la estación televisiva, murió a causa de un disparo, y él fue detenido por los militares.

Gracias a la influencia de uno de los oficiales que lo había visto actuar, fue puesto en un vehículo y enviado a Sucre. Su cédula de identidad decía que él era chuquisaqueño, pese a que ni recordaba la tierra donde nació.

Es desde entonces que Calizaya lleva su arte por las diversas ciudades del país. Su acto del muñeco es el que lo carateriza. Se para en la acera de una vía pública, fija su vista en algún punto del infinito y congela el movimiento de sus músculos. La gente que deposita unas monedas tiene el privilegio de ver uno de sus movimientos y le da un pequeño respiro. “Tengo la capacidad de mirar, sin pestañear, durante 40 minutos. Antes duraba una hora, pero ahora ya no puedo”, confiesa.

El silencio y la inmovilidad del Mimo provocan diversas reacciones en la gente. Los más admiran lo que hace, aunque no faltan quienes desean probar que no es un muñeco.

Le sucedió en Santa Cruz de la Sierra, cuando dos atractivas señoritas se propusieron sacarlo de la concentración en la que se encontraba. Moverle las manos frente a los ojos fue apenas el inicio de una serie de gestos, que concluyeron con un apretón en los testículos del Mimo Calizaya, quien sólo atinó a cambiar de gesto y a aplaudirlas, para sorpresa de ambas.

Ocurrió en otra ocasión, en la Feria de Cochabamba, lugar en el que tres adolescentes, en estado de ebriedad, le echaron con cerveza para arrebatar su concentración. Mas fue una niña la que les dio una lección a los muchachos. Pidió cinco bolivianos a sus papás y desapareció del lugar. A los pocos minutos llegó cargada de un ramo de flores que los puso a sus pies. El Mimo Calizaya se vio obligado a abandonar la concentración...

La Prensa - 17 de marzo de 2005


martes, 6 de febrero de 2024

Bonny Alberto Terán: Con huayños también se enamora

Guimer M. Zambrana Salas

Bonny Alberto Terán es una verdadera fábrica de huayños. Tiene trescientas composiciones en este ritmo nortepotosino, a cuál mejor: Basta corazón, Caripuyo torrecita, Prometo amarte, Estoy llorando, Abierto mi corazón, Donata, No me olvides...

Si a Nilo Soruco se lo conoce por su prolífica creación de cuecas, a él por sus huayños. Y es que Terán nació tierra adentro, en el norte de Potosí, donde la vida misma camina a ese ritmo.

Bonny Alberto siente que el charango es una prolongación de sus manos, lo toca desde que tiene uso de razón, como la mayoría de los habitantes de su pueblo: Caripuyo. “Allá todos tocan, sólo que yo tuve mejor suerte”, trata de explicar su éxito.

Desde muy niño se dedicó a ver con atención las costumbres de su comunidad, sus fiestas y sus más diversas tradiciones: “Desde siempre he estado mirando desde una altura, desde una quebrada, viendo la vida de Caripuyo”. Por entonces, alrededor de 300 familias vivían en el lugar. Hoy, la migración redujo ese número en al menos un dígito.

La torre del pequeño templo de su pueblo natal fue una pregunta sin respuesta. ¿Cómo pudieron construirla con piedra y sin una gota de cemento? De la cuestionante nació Caripuyo torrecita.

Ya en sus años de colegio comenzó a escribir las letras de los que más tarde serían los huayños más emblemáticos del país. Es más, todavía tiene en el desván una gran cantidad de textos que están a la espera del ritmo que les dé vida.

No había terminado de cumplir 13 años cuando grabó su primer disco junto a Los Emperadores de Santa Fe, una agrupación formada por los trabajadores del centro minero del mismo nombre.

En los colegios y universidades son típicas las “guitarreadas”, en el norte de Potosí tienen más fama las “charanguedas” y Bonny Alberto era uno de sus principales protagonistas. Era famoso por hacer hablar al charango. Pero fue lejos de su pueblo natal donde se encontró con la fama.

Salió bachiller y se vio obligado a abandonar Caripuyo. Dejó muchos recuerdos, pero no su charango, con el que se trasladó a Cochabamba para proseguir sus estudios en la Normal de Paracaya.

Paseaba un día cerca de las oficinas de la disquera Lauro y se acercó para averiguar lo que se necesitaba para grabar un disco: Tenía temas propios, habilidad para tocar charango y cantaba bien. No me olvides abrió el sendero que Bonny Alberto no olvidará jamás.

“A los tres meses me sorprendió ver filas para comprar el disco, se vendieron más de 40 mil discos, aunque los de Lauro dijeron que fueron apenas diez mil”, protesta.

El norte de Potosí reclama para sí el reconocimiento de que es la tierra que acunó al charango. La historia cuenta que los charcas, asentados en la región, tuvieron habilidades musicales desde antes de la llegada de los colonizadores incas.

Más tarde, arribó la conquista española, que trajo en sus alforjas a la guitarra. Los indígenas la naturalizaron y le dieron personalidad propia: crearon el charango.

Desde entonces, es muy difícil ver a un indígena nortepotosino sin la compañía de su instrumento, el que se ha hecho parte de su indumentaria.

La necesidad de tocar charango y cantar es tal en la zona, que los sábados por la noche Radio Pío XII, de Siglo XX, tiene un programa en vivo para atender esa demanda. Cada semana el auditorio de la emisora está lleno, pero no de público, sino de gente que desea interpretar por lo menos un tema musical.

En los años 70, fue Bonny Alberto Terán quien ayudó a que los habitantes de las ciudades bolivianas comiencen a cuestionarse de dónde venían esos ritmos, hasta entonces clandestinos. El artista tiene grabados más de 20 discos de larga duración, que testimonian su gran aporte al patrimonio musical boliviano.

A sus 56 años, el ícono de la música nortepotosina asegura que los huayños de su región están más vivos que nunca, y muestra su abultada agenda para fundamentar su aseveración. “Cada semana tengo conciertos públicos, matrimonios o prestes en Cochabamba y también en otras ciudades”, argumenta.

“¿Quién ha dicho que sólo el bolero es romántico? El huayño tiene mucho romance”, asegura. Claro, los nortepotosinos también enamoran, y lo hacen al ritmo de huayño.

La Prensa, 13 de noviembre de 2004

jueves, 14 de noviembre de 2013

Felizmente, Luzmila Carpio...

Felizmente, Luzmila faltaba a clases. Su madre la mandaba, pero ella se quedaba en el camino, con las ovejeras. A una fría aula, prefería correr por las montañas, cantar como las pastoras y tratar de volar como lo hacían los pájaros. Le gustaban más las lecciones de vida que le daba su progenitora, quien le enseñaba a acariciar las plantas, a valorar a los animales, a venerar a la Pachamama..., a amar a la naturaleza, pues.
Felizmente, nació en Qala Qala, una comunidad rural de la provincia Bustillo que no alcanza a ser siquiera un punto en el más detallado de los mapas de Potosí. Pobre en extremo en recursos financieros, pero rica en su relación con el universo.
Felizmente, las mujeres del lugar cantan y cantan. Lo hacen cuando están caminando por los cerros, cuando están trabajando en su chacra, cuando están felices, cuando están tristes...
Los 11 años que vivió en Qala Qala marcaron su vida para la eternidad, pues nunca más pudo separarse de los valores que le fueron inculcados, menos aún cuando tuvo que enfrentarse a otras culturas.
Ella salió a la ciudad como gran parte de las mujeres del área rural, para ser empleada de una familia urbana: “Hay muchas ‘Luzmilas’, en todas partes del país, y mucho más ahora”. Fue al llegar a Oruro que se dio cuenta de que había otras lenguas, que existía gente que hablaba distinto, que vivía de manera diferente.
Pero el canto la extrañaba a ella y ella al canto. Cuestionada por esa caja que hablaba: el radiorreceptor, comenzó a buscar el lugar donde cantaban esos niños y niñas a los que escuchaba y no veía. Fue un día en que sus jefes la dejaron bajo el cuidado de su hermana mayor que inició la búsqueda.
Sólo el columpio de un parque público, parecido a la “wayllunka” en la que jugaba en Qala Qala, distrajo su tarea. Se subió en él y, de pronto, sintió que alguien la empujaba. Era la hija de la dulcera del Cine Oruro que, para sorpresa suya, hablaba también en quechua. Fue ella quien la llevó al auditorio de Radio El Cóndor para que libere el canto que llevaba dentro.
Felizmente, Luzmila sufrió la discriminación temprano. Ello le permitió darse cuenta del tipo de país donde vivía, de la desigualdad de condiciones en la que debía competir. El maestro que dirigía el ensayo de niños y niñas la echó del lugar cuando se dio cuenta de que ella cantaba en quechua. “Cantas como los indios, tienes que aprender castellano si quieres cantar por la radio”, sentenció.
Retornó llorando al lado de su hermana, quien la buscaba desesperada imaginándola desaparecida. Entre lágrimas, le pidió que le enseñe a cantar en castellano para poder ir a la radio. Ella aceptó el reto: le enseñó las estrofas del Himno Nacional. “Yo no sabía, yo había ido a la escuela y seguramente cantábamos el himno nacional, se me había borrado. Como ella nos enseñaba en castellano, yo ni le entendía”.
Felizmente, Luzmila no hacía caso a su mamá. “Ella quería que sea señorita, quería que sea doctora o asistente social, de dónde se habrá aprendido: ‘asistente social’”. Y claro, corrían los años 50, los 60, época en la que la discriminación mostraba su crueldad desnuda. Los indios habían conseguido la Reforma Agraria, el Voto Universal, pero aún estaban muy lejos de ser considerados “personas”.
La mamá Fermina lo sabía, la había sufrido en carne propia. Luzmila no olvida nunca el día en que llegaban a Chayanta, llevando duraznos y algo de leña. En el camino habían sufrido el azote de una dura granizada. Los pies de ambas sangraban, pues en el trayecto no había un solo lugar para cobijarse. En la entrada al pueblo las esperaba un grupo de comerciantes mestizos que se avalanzaron sobre ellas, les quitaron la carga y les dieron unos pesos. “Mi mamá ha dicho ‘eso no es justo, cuesta más’. Qué feo se te graba eso”.
A pesar de todo, su madre quería que diga “tío”, “tía” a los mistis de Chayanta, pero ella se resistía. Prefería observar a quienes llegaban de las comunidades, durante las fiestas, para saber cómo tocaban el charango y cómo cantaban las mujeres. “Me metía entre las piernas para mirarles, ‘cómo cantan tan bonito’, yo era de ahí. Me viene como un filme cuando lo hablo, yo decía ‘ellos son mis tíos’, pero no podía decir lo mismo a los mestizos”.
Felizmente, Luzmila, no todos los mistis son iguales. La misma niña que la llevó a Radio El Cóndor la condujo a Radio Universidad, al enterarse de lo que había ocurrido. El señor que esta vez la escuchó la interrumpió, cuando había comenzado a entonar las notas del Himno Nacional, para preguntarle, en quechua, de dónde era. Ella le dijo que venía de Chayanta, y él le pidió cantar sus huayñitos. Le prometió que más tarde tendría tiempo para interpretar lo que ella sabía, pero que, por el momento, él le iba a enseñar algunas canciones en castellano. Don Ricardo Cortez y Cortez era no vidente, pero su humildad le permitió ver el potencial de la pequeña. Luzmila pasó a ser parte del elenco estable de la emisora y la guía en el recorrido que hacía su maestro entre el Instituto de la Ceguera y la estación.
Era la época en que ella había retomado la escuela en un CEMA, mientras trabajaba de retocadora en un estudio fotográfico. La pequeña que había salido de Qala Qala hablaba ya el castellano y había comenzado a urbanizarse. Hasta que volvió a escuchar el llamado chillón del charango. Quienes vivían en el lugar donde se alojaba habían comenzado a prepararse para participar en un festival departamental clasificatorio para un festival nacional, en Cochabamba.
“Los Provincianos”, como se llamaban, ganaron el concurso, pero no pudieron tocar en la Llajta debido al mal estado de salud del charanguista. De cualquier manera, grabaron un disco simple. Un año después ganó el Festival Nacional de la empresa Lauro, y en 1971 salió elegida Ñusta, entre las representantes de todos los departamentos del país. Iba a paso firme por la senda del triunfo.
Felizmente, Luzmila se separó de su esposo. Había contraído matrimonio con una persona que residía en la ciudad de La Paz, quien le pidió dejar la música. Le dijo que era preferible retirarse entre aplausos a hacerlo entre silbidos, pese a que la carrera de ella apenas comenzaba. Así lo hizo. Él mismo escribió el discurso con el que anunció su despedida.
La empresa disquera hizo correr el rumor de que la artista había muerto, con el objetivo de aumentar sus ventas. Luzmila agonizaba. Lloraba en su casa al ver a quienes cantaban en la televisión, mientras su charango la consolaba en sus momentos de soledad.
Hasta que un día asistió a la Peña Naira. Ernesto Cavour la reconoció en medio del público y la invitó a subir al escenario. Ella cantó Siway azucena, ese tema musical que había grabado en su segundo disco y la había hecho conocida en todo el país. “Yo pensaba que ya no tenía nada, esa noche me dio fuerza”. Tanta fuerza que decidió volver a la música, a pesar de todo.
De inmediato, se puso a trabajar para grabar un nuevo disco, esta vez en Musilandia, un sello paceño que duró poco, al tiempo que reanudaba las presentaciones. Fue en esas circunstancias que una activista europea por los derechos de los pueblos indígenas la invitó a visitar el Viejo Continente.
Luzmila llegó a Europa cuando la música andina pasaba de moda. Grupos chilenos y argentinos se habían encargado de desgastar la propuesta, cantando en las calles y en el Metro de las distintas ciudades. Ella viajó acompañada de algunas fotocopias de publicaciones de la prensa boliviana en las que se registraba sus presentaciones.
Pero su voz no pasaba inadvertida. El productor del programa “El canto de la tierra”, de Radio Francia, se enteró de su existencia y comenzó a mostrarla. Luego de un concierto, el dueño de una productora se le acercó y le dijo que habían grabado un casette con los temas que interpretó. “Éste va a ser tu pasaporte para ingresar a Europa”, le dijo. Se cumplió.
Es desde entonces que Luzmila se pasea por los más diversos escenarios de Europa, a los que lleva su cruzada a favor del respeto a la madre tierra y a todo lo que ella contiene.
Sus más de 20 años en el Viejo Continente los ha pasado cuestionando la cosmovisión de los europeos. El consumismo es una de las características de las sociedades occidentales, donde se ve al planeta como un artículo de propiedad del hombre. Es a esa visión a la que ella se enfrenta y la que la hace diferente en grupos sociales que se han convertido al dios del dinero.
Felizmente, Luzmila no fue a la escuela para que su profesora le muestre que la única manera de desarrollar es despreciar el pasado y aprender a hablar castellano. Tuvo una progenitora que, en toda su humildad, le enseñó a no “agarrar” a la madre tierra para sacarle provecho, sino a “abrazarla” para darle amor. Felizmente. 
Por Guimer M. Zambrana S.
La Prensa - 2003

jueves, 24 de octubre de 2013

Mario Gutiérrez, el que le puso canto a la sicureada

Mario Gutiérrez, creador de Ruphay
Por Guimer Zambrana S.
El siseo que acompañó eternamente a su madre, con ritmos traídos del altiplano boliviano, cuestionó la vida de Mario Gutiérrez, desde sus primeros años. Sin quererlo, ella forjó al hombre que impulsó el principal esfuerzo por modernizar la música vernacular andina, sin alejarla de su esencia más profunda.
Las zambas argentinas fueron la puerta de ingreso de Mario en el mundo de la música. Muy joven formó parte de La Tropilla de Acharal, un grupo local que imitaba a las agrupaciones del norte de la vecina república.
Su hermano Luis Ernesto lo recuerda cuestionado por el gran amor que profesaban los cantantes argentinos hacia su música. ¿Por qué nosotros no hacemos lo mismo?, era la pregunta que daba vueltas en su cabeza.
Agustín “Cacho” Mendieta también trabajaba de cerca con La Tropilla de Acharal, gracias a sus habilidades dancísticas y musicales, situación que le permitió seguir de cerca la “conversión” de Mario.
Mendieta, hoy conocido comediante, recuerda que entonces visitaba con frecuencia el altiplano, donde participaba en espectáculos taurinos organizados en las fiestas patronales.
Luego de ser correteado por los toros, comenzaba a descubrir ese mundo de música que, hasta entonces, tenía prohibido su ingreso en las ciudades. En sus encuentros con Gutiérrez, le contaba cómo las coloridas comparsas se descolgaban de los cerros, con pinquillos, quena quenas y sicuris.
Corrían los años 60. Los Jairas, del “Gringo” Favre, Ernesto Cavour y “Yayo” Jofré, ya habían comenzado a abrir la pequeña senda por la que la música andina rural llegaría a los centros urbanos del país, a oídos de las clases media y alta.
Bolivia nunca más sería la misma desde la Guerra del Chaco. La profecía de Túpac Katari comenzaba a cumplirse, los indígenas se frotaban los ojos, comenzaban a despertarse. El Congreso Campesino del 47, la Revolución del 52, la Reforma Agraria, el voto universal, la Reforma Educacional...
Los habitantes de las ciudades intentaban detener lo indetenible. A fuerza de quenas, zampoñas y charangos, Los Jairas y la Peña Naira llevaban adelante su propia revolución, la cultural, ésa que acompaña o es consecuencia de todos los grandes cambios sociales y políticos.
Luis Ernesto recuerda que tocar zampoña o quena era mal visto. La madre de los Gutiérrez es de pollera, y la discriminación era moneda corriente. Pero Mario estaba decidido a continuar su historia, a aportar desde la música a la revolución de las tarkas y los moseños. En 1968 funda el cuarteto Ruphay, junto a Agustín Mendieta, Omar Hoyos y Gróver Muñoz.
Leni Ballón, la hija de Pepe Ballón, el creador de la emblemática Peña Naira, recuerda que cuando Los Ruphay fueron a pedir tocar en ese espacio, el “Gringo” Favre quedó encantado, pero les pidió que volvieran en tres meses, cuando afinen su propuesta musical. Así lo hicieron y desde entonces fueron parte del patrimonio de aquel lugar.
A diferencia de Los Jairas, Gutiérrez había recuperado las raíces más profundas de la música andina y le había puesto voces. El siku encontraba su cauce para abandonar su clandestinidad rural.
Entonces el artista sintió que para ayudar al proceso era necesario llevar la propuesta de Ruphay a Europa, había que mostrar que la cultura andina continuaba viva. “Se da cuenta de que aquí aceptan todo lo que les viene de fuera”, reseña Luis Ernesto.
Es en la distancia donde el movimiento Los Ruphay va adquiriendo conciencia política. Agarra las banderas indigenistas de Fausto Reynaga y comienza a hablar del Pachacuti, del gran cambio. Así surge el Jach’a Uru, la sikureada más conocida de su autoría. Llega un momento en el que deciden erradicar incluso el uso de la guitarra, considerada por Gutiérrez como “el instrumento de la conquista”. Las únicas cuerdas admitidas por el grupo eran las del charango.
Desde 1972, el año de su primera incursión en Europa, Mario volvió por tiempos muy cortos. La mayoría de sus discos ha sido grabada en el Viejo Continente. Conciertos con Quilapayun, Inti Illimani y Mercedes Sosa hablan del reconocimiento de su propuesta.
Después de 1985 se establece en Amberes, Bélgica, donde se dedica a la composición y al estudio de la música, además de la escritura. Reconquista a su viejo amor, la guitarra, y compone una obra para chelo, guitarra y quena, denominada Las tres estaciones andinas.
El 3 de octubre de 1994 se levanta con un dolor en el estómago. La mujer que lo acompaña sale en busca de auxilio. Cuando retorna, lo encuentra sentado, con una sonrisa en la boca. A sus 49 años, Mario Gutiérrez ya estaba entre los achachilas.
“No está bien que nos olvidemos de nuestro pueblo”, dice él en su sicureada Janiw waliquiti. Tampoco está bien que nos olvidemos de quienes han trabajado por hacerlo grande, decimos nosotros.
Publicado en La Prensa, en Octubre de 2004