martes, 5 de marzo de 2024

La mano de Kapuscinski

El periodista de la observación: Ryszard Kapuscinski, una especie en extinción. Es considerado el mejor reportero del siglo XX. Gastó 40, de sus 70 años, cubriendo las informaciones en países de África, Asia y América Latina. Es militante del periodismo vivencial, considera que no se puede escribir sobre un país o una cultura sin antes haberse involucrado. Autor de alrededor de 20 libros, varios de ellos traducidos a 20 idiomas. Es imposible entender África sin leer Ébano, una de sus obras maestras. El periodista desnuda para Domingo su método de trabajo y sus conceptos.



Guimer M. Zambrana Salas

¿Cuántas entrevistas hizo Kapuscinski? La pregunta era obvia. Un reportero que se metió en todos los recovecos del planeta debió haber registrado en su cinta magnetofónica las voces de negros y blancos; en francés, español o en cualquiera de los cientos de idiomas africanos; en El Salvador o en Tanganica. “Ninguna”, respondió a secas. Y es que no se la contaron. Ryszard Kapuscinski tiene alrededor de 20 libros escritos, varios de ellos traducidos a 20 idiomas, fruto de 40 años de trabajo periodístico. Cada una de esas páginas vivida intensamente por el periodista. 

“El sol zumbaba en mi cabeza. Encendí un cigarrillo para vencer el sueño. No me gustó su sabor. Quería apagarlo y cuando mecánicamente seguí con la vista mi mano dirigiéndose hacia el suelo, vi que estaba a punto de apagarlo en la cabeza de una serpiente que se había aposentado debajo del camastro. “Me quedé helado. Petrificado hasta tal punto, que, en lugar de retirar a toda prisa la mano con el cigarrillo humeante, la seguía sosteniendo encima de la cabeza del bicho. Al final, sin embargo, me di cuenta de la situación: un mortífero reptil me había hecho su prisionero...” (Ébano, Anagrama, 2001).

“Jamás en mi vida he entrevistado a alguien, no conozco este género”, confiesa Kapuscinski, para reivindicar la validez de su método: la observación. El trabajo de este periodista polaco es fruto de su desprecio al periodismo declarativo, a ése que se queda en lo que dijo o no dijo. Hacia ese periodismo que otorga mayor importancia a lo que declare el señor ministro, mientras la mayoría de la población se debate en el hambre. Sí, hacia el periodismo nuestro de cada día. Él cree que incluso por tomar apuntes uno pierde la riqueza de la relación humana. “Mi trabajo viene de la observación de los comportamientos de la gente, su conducta, sus ojos, la expresión de su rostro”, justifica. La memoria es su principal arma. Se confiesa discípulo del ruso Gorky, quien decía que con el paso del tiempo, la mente retiene únicamente lo que considera importante.

Y no escribe anecdotarios. Sus libros son tan profundos que son considerados verdaderos tratados de antropología, por su profundidad; sin por ello perder su esencia de pieza literaria, por la riqueza del relato. Es imposible entender el África de hoy sin recurrir a Ébano, el libro en el que se resume el proceso de descolonización de ese continente. El Emperador (Anagrama, 1997) es el texto de cabecera de decenas de ejecutivos de empresas transnacionales, quienes lo utilizan para entender la estructura del poder. El Imperio muestra el desmoronamiento de la Unión Soviética, experiencia que Kapuscinski vivió de cerca, es polaco de nacimiento. Todos sus libros son contados desde la vivencia de la gente, desde la experiencia cotidiana. Y en medio de la población, el periodista. Viviendo las mismas penurias de las víctimas, de quienes pagan la factura del proceso.

El reportero era un lunar en los barrios africanos en pleno proceso de descolonización, cuando los europeos eran verdaderos “blancos” de ese duro y muchas veces violento episodio. “Sin embargo, me mostré testarudo. Decidido, prestaba oídos sordos a todas aquellas advertencias. Tal vez, en parte, porque me irritaban aquellas personas que al llegar a África se instalaban en la ‘pequeña Europa’ o en la ‘pequeña América’ (es decir en hoteles de lujo) y al regresar a sus países presumían de haber vivido en África, a la cual no habían visto en absoluto”, relata en Ébano. La osadía de Kapuscinski tuvo una dura factura. Fue atacado por la malaria cerebral y la tuberculosis, males que curó en un hospital público, sin que se enteraran nunca sus jefes de la Agencia de Noticias Polaca, por temor a que ordenaran su retorno inmediato a su país de origen. Él considera que el periodista no puede escribir sobre algo que no ha vivido, que sería una falta de respeto relatar sobre culturas y países distintos sin haberse sumergido en ese mundo.

“¿Es válido mentir?”, le preguntó una de las participantes en una de las conferencias que dio en Buenos Aires, Argentina, cuando Ryszard dijo que era importante mostrarse satisfecho con la comida que te invitaba la gente, así el sabor no sea de tu agrado. “La mentira es útil muchas veces para un periodista”, respondió. De lo que se trata es de crear vínculos de confianza que, más tarde, te permitan entrar a la vida de las personas, a ese mundo íntimo que tienen los pueblos y que se restringen cuando irrumpe algún invasor. “Si establecemos relaciones humanas muy ricas con el otro, ésa es la riqueza de nuestro material”. “Nunca escribo un libro si no estoy empapado con un tema, necesito de cuatro a cinco años y a veces hasta 20”, insiste.

La vida de Kapuscinski en países de África, Asia y América Latina fue de reportería durante las 24 horas del día. Cuenta que durante meses perdía el contacto con su familia, en Polonia, pues estaba avocado a su trabajo. Día a día, durante 40 años se ganó la vida enviando notas de prensa escuetas, sucintas, actuales, a su agencia de prensa. Informativas pues. Muy temprano se cercioró de que le era insuficiente. Que los cinco o seis párrafos alcanzaban para explicar lo que había pasado en el día, pero no el porqué y el para qué de los hechos.

La guerra del fútbol, una recopilación de sus notas como corresponsal, es su primer intento de llegar al libro. No le gustó la mera selección de textos publicados, razón por la que se propuso inventar algo nuevo, que explicara los hechos y sus razones. “Me daba cuenta de que la noticia de coyuntura era muy pobre, me sentía insatisfecho de lo que escribía para la agencia”. Todo cambió cuando le pidieron hacer una compilación de las notas que había enviado a Polonia. Se dio cuenta de que ese material podía ser enriquecido con toda la experiencia que había recogido en el lugar donde ocurrieron las noticias y con lo que otros investigadores habían investigado y escrito. “En realidad, todos mis libros son el segundo tomo. El primero está en los archivos de los periódicos”, insiste. Kapuscinski recomienda trabajar de forma paralela. Con noticias diarias para el medio del que se vive y una labor más profunda con el objetivo de una publicación atemporal, en la que el periodista satisfaga su instinto investigador. Una vez acumulado su material, se mete en la biblioteca en busca de la información de contexto, aquélla que ayude a explicar la forma en que se comporta la gente.

“Escribir es sobre todo leer”, afirma y hasta tiene parámetros. Dice que por cada página que se escribe es necesario leer al menos 10. Para lograr Ébano, el periodista polaco tuvo que revisar 200 libros, que le ayudaron a explicar alrededor de 20 años de vida entre los africanos. Kapuscinski dice que es imperdonable que el autor no conozca algún aspecto que atinge al tema sobre el cual está escribiendo. “Te pueden decir, yo he leído esto sobre lo que has escrito. Tú no puedes decir que no sabías, tienes que haberlo leído y explicar que no pusiste porque no lo creíste necesario. Si no lo has leído no eres un buen periodista”. La industria editorial produce a diario miles de títulos en todo el planeta. El desafío de Kapuscinski es el de entregar al lector un libro diferente, que se fundamente por sí mismo, sin perder su riqueza literaria. “El valor del texto es el valor de la ciencia que en este texto se encuentre”, fundamenta, para insistir en que el periodismo exige lectura y estudio permanentes. 

Mas los textos de Kapuscinski tienen una impresionante riqueza literaria. Son de esos relatos que se comienza a leer y no se quiere soltar nunca. “Como el jeep está descubierto, el conductor, el tirador y el radiotelegrafista, para protegerse del polvo, llevan gafas negras de motorista, que el ala del casco oculta en parte. Así que no se les ve los ojos, y sus rostros de ébano, cubiertos por una barba de días, carecen de expresión alguna” (El Emperador, Anagrama 1997) Para escribir ese libro que describe la monarquía etíope de Haile Selassie Kapuscinski estudió el lenguaje que se utilizaba en los siglos 16 y 17. Su objetivo: mostrar la caducidad del régimen, lo arcaico del sistema en tiempos de modernidad.

Ryszard recomienda leer mucha poesía para mejorar el relato, la escritura, pues considera que los poetas son los únicos que se ocupan de enriquecer el lenguaje. “Si se quiere escribir bien, hay que leer constantemente poesía, hay que mantener ese vínculo, es la única manera de tener belleza, riqueza, frescura”.

Kapuscinski tiene en la actualidad 70 años, cuarenta de los cuales vivió como corresponsal en el extranjero. Estaba en África, Asia o América Latina, y el menor tiempo posible en su natal Polonia. Hace cinco años que ha dejado el periodismo activo, pero no puede con su carácter de ciudadano del planeta. Sigue recorriendo el mundo, contando su experiencia en todos los rincones, gracias a los seis idiomas en los que se comunica. Estuvo a principios de octubre en Argentina y tenía listo un viaje a Brasil. De ahí volvería a Polonia para luego ir a algún rincón de África. Se resiste a tener correo electrónico porque prefiere el calor de una carta o escuchar la voz del otro a través del auricular. Las dos decenas de libros que tiene sobre sus espaldas fueron escritos con su puño y letra, y no a través del frío teclado de una computadora. Cada página salió de la mano de Kapuscinski.

Revista Domingo, La Prensa, Noviembre de 2002

viernes, 23 de febrero de 2024

El grito del Mimo Calizaya

 

El Mimo Calizaya en una de sus perfomances habituales (Foto: David Flores - APG)

Guimer Zambrana Salas

El silencio grita. El Mimo Calizaya lo demuestra a diario en las calles de las ciudades del país, en las que es imposible que pase inadvertido, pese a que no realiza ningún movimiento o, peor aún, emite sonido alguno.

Pero llamar la atención quedándose estático y sin producir ruido es más difícil que moverse y gritar en vía pública. Requiere de gran entrenamiento, tanto físico como mental. Wálter Calizaya lo logra gracias a su formación en una escuela de teatro de Francia y a su vasta experiencia en las calles de varias ciudades del continente.

Encontró su vocación cuando iba camino al púlpito. Su madre, una tarabuqueña especialista en el arte culinario, lo internó en un colegio de curas, cuando emigró a España, confiada en que él vestiría sotanas. En lugar de emparentarse con la Biblia, lo hizo con el teatro, durante las horas dedicadas a la expansión espiritual.

No fue del agrado de sus superiores el hecho de que cantara y bailara mientras lavaba, barría y trabajaba en la granja del internado. Semejante osadía le costó penitencias en repetidas ocasiones.

Wálter estaba a punto de ofrecer sus votos perpetuos, vestía ya una sotana y hasta tenía rapada parte de la nuca. Los responsables del convento decidieron darle una pequeña vacación para que asuma la decisión definitiva.

El choque que sufrió al toparse con la realidad de la calle estuvo a punto de condenarlo a pasar sus días detrás de un altar, pero una escuela de teatro se interpuso en el camino. “Me aceptaron como oyente durante una semana, desde entonces nunca más quise ver una sotana”, afirma.

Su madre se llevó la gran decepción al conocer la determinación de su hijo, pero no tuvo otra alternativa que financiar sus estudios en un instituto que aún funciona en la capital francesa. “Mi maestro fue Etienne Decroux y tuve de compañeros a varios actores que hoy son conocidos en Francia y Europa, como Jean Lois Barrault”, rememora.

Calizaya había comenzado a echar raíces en territorio francés, pues se había casado y tenía una hija. Temporalmente dejó el teatro y se dedicó a trabajar en la fábrica de perfumes de propiedad de su esposa. “Pero el arte es un problema hormonal”, justifica, antes de comentar que decidió dejarlo todo y volver a América Latina junto con su madre.

Fue en Venezuela donde sufrió el dolor más grande de su vida. Estaba de gira con el grupo al que pertenecía cuando le llegó el telegrama de la muerte: su madre había sufrido un accidente de tránsito en Caracas.

La pérdida del único ser filial que le quedaba lo empujo al peregrinaje, a pararse en las calles de las ciudades latinoamericanas buscando el rostro de alguien que se parezca a la persona que le dio la vida. “Dicen que hay dobles, ¿no?”. Fue entonces que comenzó a salir el mimo que llevaba dentro, a aprender el arte de dominar a las personas con el silencio y la inmovilidad.

Fue precisamente el recuerdo de su madre el que lo trajo a Bolivia. Le hablaba con tanto cariño del país, que decidió retornar a territorio nacional. Corrían los convulsionados años 70, en los que la democracia hacía lo posible para meterse por los escasos resquicios que dejaban las dictaduras militares.

Calizaya no fue ajeno a los sobresaltos que provocaban las aventuras castrenses. Salía de Canal 7 cuando fue sorprendido por la asonada golpista de Alberto Natusch. Su amigo, que también dejaba la estación televisiva, murió a causa de un disparo, y él fue detenido por los militares.

Gracias a la influencia de uno de los oficiales que lo había visto actuar, fue puesto en un vehículo y enviado a Sucre. Su cédula de identidad decía que él era chuquisaqueño, pese a que ni recordaba la tierra donde nació.

Es desde entonces que Calizaya lleva su arte por las diversas ciudades del país. Su acto del muñeco es el que lo carateriza. Se para en la acera de una vía pública, fija su vista en algún punto del infinito y congela el movimiento de sus músculos. La gente que deposita unas monedas tiene el privilegio de ver uno de sus movimientos y le da un pequeño respiro. “Tengo la capacidad de mirar, sin pestañear, durante 40 minutos. Antes duraba una hora, pero ahora ya no puedo”, confiesa.

El silencio y la inmovilidad del Mimo provocan diversas reacciones en la gente. Los más admiran lo que hace, aunque no faltan quienes desean probar que no es un muñeco.

Le sucedió en Santa Cruz de la Sierra, cuando dos atractivas señoritas se propusieron sacarlo de la concentración en la que se encontraba. Moverle las manos frente a los ojos fue apenas el inicio de una serie de gestos, que concluyeron con un apretón en los testículos del Mimo Calizaya, quien sólo atinó a cambiar de gesto y a aplaudirlas, para sorpresa de ambas.

Ocurrió en otra ocasión, en la Feria de Cochabamba, lugar en el que tres adolescentes, en estado de ebriedad, le echaron con cerveza para arrebatar su concentración. Mas fue una niña la que les dio una lección a los muchachos. Pidió cinco bolivianos a sus papás y desapareció del lugar. A los pocos minutos llegó cargada de un ramo de flores que los puso a sus pies. El Mimo Calizaya se vio obligado a abandonar la concentración...

La Prensa - 17 de marzo de 2005


martes, 6 de febrero de 2024

Bonny Alberto Terán: Con huayños también se enamora

Guimer M. Zambrana Salas

Bonny Alberto Terán es una verdadera fábrica de huayños. Tiene trescientas composiciones en este ritmo nortepotosino, a cuál mejor: Basta corazón, Caripuyo torrecita, Prometo amarte, Estoy llorando, Abierto mi corazón, Donata, No me olvides...

Si a Nilo Soruco se lo conoce por su prolífica creación de cuecas, a él por sus huayños. Y es que Terán nació tierra adentro, en el norte de Potosí, donde la vida misma camina a ese ritmo.

Bonny Alberto siente que el charango es una prolongación de sus manos, lo toca desde que tiene uso de razón, como la mayoría de los habitantes de su pueblo: Caripuyo. “Allá todos tocan, sólo que yo tuve mejor suerte”, trata de explicar su éxito.

Desde muy niño se dedicó a ver con atención las costumbres de su comunidad, sus fiestas y sus más diversas tradiciones: “Desde siempre he estado mirando desde una altura, desde una quebrada, viendo la vida de Caripuyo”. Por entonces, alrededor de 300 familias vivían en el lugar. Hoy, la migración redujo ese número en al menos un dígito.

La torre del pequeño templo de su pueblo natal fue una pregunta sin respuesta. ¿Cómo pudieron construirla con piedra y sin una gota de cemento? De la cuestionante nació Caripuyo torrecita.

Ya en sus años de colegio comenzó a escribir las letras de los que más tarde serían los huayños más emblemáticos del país. Es más, todavía tiene en el desván una gran cantidad de textos que están a la espera del ritmo que les dé vida.

No había terminado de cumplir 13 años cuando grabó su primer disco junto a Los Emperadores de Santa Fe, una agrupación formada por los trabajadores del centro minero del mismo nombre.

En los colegios y universidades son típicas las “guitarreadas”, en el norte de Potosí tienen más fama las “charanguedas” y Bonny Alberto era uno de sus principales protagonistas. Era famoso por hacer hablar al charango. Pero fue lejos de su pueblo natal donde se encontró con la fama.

Salió bachiller y se vio obligado a abandonar Caripuyo. Dejó muchos recuerdos, pero no su charango, con el que se trasladó a Cochabamba para proseguir sus estudios en la Normal de Paracaya.

Paseaba un día cerca de las oficinas de la disquera Lauro y se acercó para averiguar lo que se necesitaba para grabar un disco: Tenía temas propios, habilidad para tocar charango y cantaba bien. No me olvides abrió el sendero que Bonny Alberto no olvidará jamás.

“A los tres meses me sorprendió ver filas para comprar el disco, se vendieron más de 40 mil discos, aunque los de Lauro dijeron que fueron apenas diez mil”, protesta.

El norte de Potosí reclama para sí el reconocimiento de que es la tierra que acunó al charango. La historia cuenta que los charcas, asentados en la región, tuvieron habilidades musicales desde antes de la llegada de los colonizadores incas.

Más tarde, arribó la conquista española, que trajo en sus alforjas a la guitarra. Los indígenas la naturalizaron y le dieron personalidad propia: crearon el charango.

Desde entonces, es muy difícil ver a un indígena nortepotosino sin la compañía de su instrumento, el que se ha hecho parte de su indumentaria.

La necesidad de tocar charango y cantar es tal en la zona, que los sábados por la noche Radio Pío XII, de Siglo XX, tiene un programa en vivo para atender esa demanda. Cada semana el auditorio de la emisora está lleno, pero no de público, sino de gente que desea interpretar por lo menos un tema musical.

En los años 70, fue Bonny Alberto Terán quien ayudó a que los habitantes de las ciudades bolivianas comiencen a cuestionarse de dónde venían esos ritmos, hasta entonces clandestinos. El artista tiene grabados más de 20 discos de larga duración, que testimonian su gran aporte al patrimonio musical boliviano.

A sus 56 años, el ícono de la música nortepotosina asegura que los huayños de su región están más vivos que nunca, y muestra su abultada agenda para fundamentar su aseveración. “Cada semana tengo conciertos públicos, matrimonios o prestes en Cochabamba y también en otras ciudades”, argumenta.

“¿Quién ha dicho que sólo el bolero es romántico? El huayño tiene mucho romance”, asegura. Claro, los nortepotosinos también enamoran, y lo hacen al ritmo de huayño.

La Prensa, 13 de noviembre de 2004