viernes, 23 de febrero de 2024

El grito del Mimo Calizaya

 

El Mimo Calizaya en una de sus perfomances habituales (Foto: David Flores - APG)

Guimer Zambrana Salas

El silencio grita. El Mimo Calizaya lo demuestra a diario en las calles de las ciudades del país, en las que es imposible que pase inadvertido, pese a que no realiza ningún movimiento o, peor aún, emite sonido alguno.

Pero llamar la atención quedándose estático y sin producir ruido es más difícil que moverse y gritar en vía pública. Requiere de gran entrenamiento, tanto físico como mental. Wálter Calizaya lo logra gracias a su formación en una escuela de teatro de Francia y a su vasta experiencia en las calles de varias ciudades del continente.

Encontró su vocación cuando iba camino al púlpito. Su madre, una tarabuqueña especialista en el arte culinario, lo internó en un colegio de curas, cuando emigró a España, confiada en que él vestiría sotanas. En lugar de emparentarse con la Biblia, lo hizo con el teatro, durante las horas dedicadas a la expansión espiritual.

No fue del agrado de sus superiores el hecho de que cantara y bailara mientras lavaba, barría y trabajaba en la granja del internado. Semejante osadía le costó penitencias en repetidas ocasiones.

Wálter estaba a punto de ofrecer sus votos perpetuos, vestía ya una sotana y hasta tenía rapada parte de la nuca. Los responsables del convento decidieron darle una pequeña vacación para que asuma la decisión definitiva.

El choque que sufrió al toparse con la realidad de la calle estuvo a punto de condenarlo a pasar sus días detrás de un altar, pero una escuela de teatro se interpuso en el camino. “Me aceptaron como oyente durante una semana, desde entonces nunca más quise ver una sotana”, afirma.

Su madre se llevó la gran decepción al conocer la determinación de su hijo, pero no tuvo otra alternativa que financiar sus estudios en un instituto que aún funciona en la capital francesa. “Mi maestro fue Etienne Decroux y tuve de compañeros a varios actores que hoy son conocidos en Francia y Europa, como Jean Lois Barrault”, rememora.

Calizaya había comenzado a echar raíces en territorio francés, pues se había casado y tenía una hija. Temporalmente dejó el teatro y se dedicó a trabajar en la fábrica de perfumes de propiedad de su esposa. “Pero el arte es un problema hormonal”, justifica, antes de comentar que decidió dejarlo todo y volver a América Latina junto con su madre.

Fue en Venezuela donde sufrió el dolor más grande de su vida. Estaba de gira con el grupo al que pertenecía cuando le llegó el telegrama de la muerte: su madre había sufrido un accidente de tránsito en Caracas.

La pérdida del único ser filial que le quedaba lo empujo al peregrinaje, a pararse en las calles de las ciudades latinoamericanas buscando el rostro de alguien que se parezca a la persona que le dio la vida. “Dicen que hay dobles, ¿no?”. Fue entonces que comenzó a salir el mimo que llevaba dentro, a aprender el arte de dominar a las personas con el silencio y la inmovilidad.

Fue precisamente el recuerdo de su madre el que lo trajo a Bolivia. Le hablaba con tanto cariño del país, que decidió retornar a territorio nacional. Corrían los convulsionados años 70, en los que la democracia hacía lo posible para meterse por los escasos resquicios que dejaban las dictaduras militares.

Calizaya no fue ajeno a los sobresaltos que provocaban las aventuras castrenses. Salía de Canal 7 cuando fue sorprendido por la asonada golpista de Alberto Natusch. Su amigo, que también dejaba la estación televisiva, murió a causa de un disparo, y él fue detenido por los militares.

Gracias a la influencia de uno de los oficiales que lo había visto actuar, fue puesto en un vehículo y enviado a Sucre. Su cédula de identidad decía que él era chuquisaqueño, pese a que ni recordaba la tierra donde nació.

Es desde entonces que Calizaya lleva su arte por las diversas ciudades del país. Su acto del muñeco es el que lo carateriza. Se para en la acera de una vía pública, fija su vista en algún punto del infinito y congela el movimiento de sus músculos. La gente que deposita unas monedas tiene el privilegio de ver uno de sus movimientos y le da un pequeño respiro. “Tengo la capacidad de mirar, sin pestañear, durante 40 minutos. Antes duraba una hora, pero ahora ya no puedo”, confiesa.

El silencio y la inmovilidad del Mimo provocan diversas reacciones en la gente. Los más admiran lo que hace, aunque no faltan quienes desean probar que no es un muñeco.

Le sucedió en Santa Cruz de la Sierra, cuando dos atractivas señoritas se propusieron sacarlo de la concentración en la que se encontraba. Moverle las manos frente a los ojos fue apenas el inicio de una serie de gestos, que concluyeron con un apretón en los testículos del Mimo Calizaya, quien sólo atinó a cambiar de gesto y a aplaudirlas, para sorpresa de ambas.

Ocurrió en otra ocasión, en la Feria de Cochabamba, lugar en el que tres adolescentes, en estado de ebriedad, le echaron con cerveza para arrebatar su concentración. Mas fue una niña la que les dio una lección a los muchachos. Pidió cinco bolivianos a sus papás y desapareció del lugar. A los pocos minutos llegó cargada de un ramo de flores que los puso a sus pies. El Mimo Calizaya se vio obligado a abandonar la concentración...

La Prensa - 17 de marzo de 2005


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